Armados con nuestros flamantes arneses, pies de gato y friends de colores, seguimos hoy en día recorriendo con asombro y admiración las líneas que se abrieron hace más de cincuenta años en las graníticas agujas del Galayar, forjadoras de sueños congelados en el tiempo.
Las graníticas agujas de Galayos levantan pasiones exaltadas. Cómo explicar si no que alguien pase voluntariamente más de diez años de su vida como un anacoreta entre las cuatro paredes del básico aunque entrañable refugio que resiste al final de la empinada Apretura o de las interminables zetas. O cómo interpretar que las chapas desaparezcan y vuelvan a aparecer y vuelvan a desaparecer de tanto en tanto en las líneas que recorremos, provocando furias que han llegado a las manos. O qué otra cosa sino pasión puede llevar a alguien a subir más de cien veces a la cumbre del Torreón, dominando el vértigo que cada una de las veces produce ponerse de pie en su angosta cumbre, y aún soñar cuándo será la siguiente