El arbitraje estatutario es un instrumento útil por diversas razones. Por un lado, desde la perspectiva de los sujetos implicados en el litigio ?socios y sociedad?, el arbitraje puede ofrecer celeridad, especialización, confidencialidad y flexibilidad en la resolución de litigios. Por otro lado, desde la perspectiva del Estado y, por tanto, del interés general, su uso permite reducir la carga de trabajo de los órganos jurisdiccionales y trasladar a las compañías los costes de la resolución de este tipo de conflictos. Quizás por estos motivos, el legislador de 2011 optó por introducir los arts. 11 bis y 11 ter LA con el noble propósito ?declarado en el preámbulo de la reforma? de ?brindar seguridad jurídica? y, por tanto, generar confianza para que los operadores del tráfico pudieran confiar en este mecanismo de resolución de conflictos. Sin embargo, lo cierto es que más de una década después de su aprobación, parece que el arbitraje estatutario no ha desarrollado todo su potencial. Son varios los factores que pueden explicar esta circunstancia. Se podría hablar de la falta de cultura arbitral en España, de los elevados costes del arbitraje en comparación con el proceso jurisdiccional o, incluso, del buen hacer de los juzgados de lo mercantil. No obstante, más allá de estos factores, una de las principales causas que justifica su escaso uso es el de su deficiente regulación. La regulación del arbitraje estatutario, como se analiza en la obra, es insuficiente, confusa y, además, cuestionable desde el punto de vista constitucional. Lo que ha favorecido que los operadores jurídicos no confíen plenamente en el arbitraje como método de resolución de conflictos societarios. Partiendo de esta premisa, en la presente obra, y desde un prisma procesal, el autor lleva a cabo un ejercicio de interpretación, sistematización y crítica con el que pretende arrojar algo luz sobre muchos de los interrogantes que presenta el arbitraje estatutario.