La historia de las conquistas de la humanidad se escribió mayoritariamente sobre los mares, y a bordo de las embarcaciones que, desde hace no menos de cuatro mil años, los han estado surcando, siempre hubo un lugar de privilegio para un personaje cuya misión opacaba no solo al capitán, sino hasta al almirante de la flota. Debía saber resolver, al instante y sin titubeos, trascendentales incógnitas de las que dependía, nada menos, que la vida propia y la de los embarcados: la posición en pleno océano, la dirección hacia qué punto del inalcanzable horizonte había que marchar, el tiempo que aún faltaba para llegar a su destino, la profundidad necesaria para esquivar los escollos, y el porvenir que les dictaban Neptuno o Eolo. Privilegiados como estamos en los albores del Siglo XXI, iluminados por constelaciones de satélites artificiales, rodeados de pantallas de computadoras interfaceadas, en nuestros veleros un navegador -que de él se trata- no es otra cosa que un experto calculista e intérprete de imágenes, guarismos y acrónimos que le solucionan, con una exactitud jamás siquiera soñada por Eirik Thorvaldsso