Hacer que un hombre a las puertas del paraíso acepte que no lo habrá de pisar, pero que podrá colaborar a que otros con sus mismos méritos disfruten de lo que a él se le niega sólo porque para que unos entren otros han de quedar excluidos, no es cosa fácil. Si además le das a elegir, sin darle garantia alguna de que su momento está por llegar y que su desinteresado sacrificio lo asumirá otro mañana, del mismo modo que él lo hace hoy, hay algo que no acabas de entender de la condición humana, por muy aficionada que sea la humanidad a las escalas piramidales. Porque en estas asambleas no había cortinas, ni puertas, ni muros. El enfrentamiento con la realidad, con los próximos diez o doce años de tu existencia, era tan crudo, tan inevitable, que pedir que se aceptara el precio de la libertad de John, acaso empeorado por la presencia de su cohorte de cuarenta ladrones de la ilusión colectiva, era poco menos que pedir que se creyera en los cuentos de las mil y una noches.