Prosiguiendo su viaje iniciático, el Narrador de A la busca de tiempo perdido se adentra en La parte de Guermantes por los ambientes de la aristocracia, que habían sido míticos para sus sueños de adolescente: la visión en la iglesia de Combray de la duquesa de Guermantes le había embriagado con la sonoridad del nombre, con la elegancia, que su mente convierte en belleza, de Oriane de Guermantes. Cuando en París descubre los prestigios del faubourg Saint-Germain, especie de ciudad prohibida para los simples mortales, el sueño del Narrador se derrumba: son criaturas dominadas por la frivolidad, el orgullo y la petulancia; algunas además son turbias; y, merodeando a su alrededor, un rico ambiente burgués, cómico por sus
pretensiones intelectuales, como el «cogollito» de los Verdurin, que maniobran en la sombra para ascender en la escala social. Sodoma y Gomorra retrocede para centrarse en el barón de Charlus: a través de esta exquisita y soberbia criatura novelesca, el Narrador descubrirá las terribles «ciudades de la llanura» bíblicas, condenadas al castigo del azufre y el fuego por sus vicios: es el envés del decorado en el que se pavonea una aristocracia inútil, en cuya crítica nadie, ni los mayores nombres de la narrativa realista, ha puesto tanta acidez e ironía.
La brillantez y la belleza que parecían presidir, para el Narrador adolescente, la vida de la aristocracia, son una ilusión que se desvanece mientras el héroe va viviendo a tientas la pasión amorosa que en él habían despertado las muchachas en flor.