La vida, entonces, era dulce y alegre; un regalo. Los niños que nacen y pasan su infancia en pueblos próximos a la desaparición, disfrutan una especie de canto de cisne, como si la proximidad del abandono llevara a esos lugares a condensar sus esencias y ofrecérselas a los más pequeños.
Sin embargo, inevitablemente, en esas almas infantiles también hay un poso de nostalgia, como si ya empezaran a añorar lo que aún no han perdido, el mundo que se irá en muy poco tiempo.
La infancia de los pueblos desaparecidos es la mirada de esos niños hacia un universo agónico; el relato que hacen de los últimos días de la existencia de su pueblo. Lo que ellos cuentan es la crónica final de esa España que perdió sus habitantes, que lo perdió todo. Es la voz de los guardianes del recuerdo, los herederos de aquello que se evaporó a cambio de nada y que dejó una imperecedera sensación de orfandad.